María Mullen
Equipo de Comunicación | Fe y Alegría en Argentina
Olga Esther Reriz, una residente del Barrio Ongay, en las afueras de Corrientes, en Argentina, vive su pasión por la costura a sus 89 años.
Hace nueve años que asiste a los talleres textiles brindados por el Instituto Profesional de Fe y Alegría en Argentina. “El próximo año, sueño con seguir viniendo a clase porque soy muy feliz cuando aprendo”, comparte con entusiasmo. Ella es una de las 1800 personas adultas en situación vulnerable que acceden a formación en oficios en siete provincias donde la fundación está presente.
Esta mujer alegre, agradecida, entusiasta y sabia es la alumna de mayor edad en Fe y Alegría en Argentina. A pesar de un dolor en su pierna, nada le impide asistir semanalmente al curso de textil ofrecido gratuitamente por el Instituto Profesional, situado a media cuadra de su hogar. Camina despacio, apoyada en el brazo de su hijo Oscar (60): “Salvo días de lluvia o frío, nunca falto a clase. Esas cuatro horas en el taller son un espectáculo para mí. ¡Voy contentísima! La Profe Caty, Caro y Norma… todas son muy buenas conmigo y ¡me han enseñado tanto!” En la actualidad, con una de ellas, está confeccionando un almohadón para su silla en el aula, ya que las que hay son muy duras para ella.
A Olga le encanta bordar; en una época vendía sus creaciones con enorme orgullo. No utiliza celular, le regalaron uno, pero no lo quiso. Su hijo Oscar, quien vive en la casa de al lado, vela por ella y su marido. Oscar resalta lo feliz que hace a su madre el taller. “Las personas mayores como mi mamá pasan mucho tiempo solas o sin actividad; el curso le hace mucho bien. Gracias a Dios, ella tiene la salud para aprovecharlo”, comenta.
Olga nació en Paraná, Entre Ríos. Su madre, por falta de recursos, la entregó a una familia cuando era bebé, y Olga nunca llegó a conocerla. “No es que no quería cuidarme, ¡no podía! No puedo quejarme; la señora que me recibió me cuidó bien, aunque ya tenía dos hijas. Ella fue quien me enseñó a coser, planchar, lavar… todo menos cocinar. Como no quería que me quemara, nunca aprendí y hasta el día de hoy no me gusta cocinar” relata. “A mis profesoras les pregunto: ‘¿Quién inventó el frío y la cocina? Cocino solo porque tengo que comer”.
Cada mañana, Olga se levanta, se asea, prepara unos mates y se entrega a la costura. Cualquier tela que encuentre se convierte en algo: un viejo guardapolvo de escuela, un retazo… Con lo que tenga a mano, trabaja. Vivió gran parte de su infancia en La Boca, Buenos Aires, donde asistió hasta tercer grado. Para su madre adoptiva, aprender a leer y a escribir fue suficiente. “Puedo sumar, pero no me pidas dividir o multiplicar, no lo sé, no me gusta, no lo pude aprender”.
Cuando se casó, se mudó a Empedrado, Corrientes, y hace 35 años se estableció en el barrio Ongay, donde con su esposo y sus hijos lograron comprar una pequeña casa.
Juntos vieron cómo se erigió la escuela de Fe y Alegría, allá por 1997. Inicialmente, las clases se impartían en casas vecinas y templos, hasta la inauguración del edificio en 1999. Ellos participaron en algunas misas y acciones solidarias. Rememoran con cariño a unas monjas que estuvieron en la fase inicial. “Esto era un campo, pastizales, casas precarias y caminos de tierra”, rememora Olga. Hoy en día, la escuela es un faro de esperanza, atendiendo a 913 alumnos en tres niveles, incluyendo un programa primario para adultos y el IPROF. Igual que Olga, 175 personas, mayormente mujeres, se forman en oficios semanalmente. Olga lleva más de nueve años, aunque no recuerda con exactitud.
Cuando se le pregunta por sus sueños para el próximo año, responde sin titubear: “¡Seguir viniendo a la escuela y seguir viviendo como hasta ahora!”. Disfruta cada aspecto de asistir a la escuela: “Quiero mucho a las profesoras. Viniendo a la escuela, mi vida cambia. ¡Me gusta tanto hacer alguna tarea! Para el año que viene, espero lo mismo que hoy. Extraño mucho a la profe cuando termina el curso”.
Olga come sin sal hace 20 años y toma pocos medicamentos. El 21 de agosto del próximo año cumplirá 90 años. “No me puedo quejar”, vuelve a repetir agradecida. No se siente cómoda dando consejos para llegar a su edad, pero su testimonio habla por sí mismo. Se abstiene del chisme y no ofrece consejos, a menos que se los pidan. Al observar la infancia y juventud actuales, lamenta la situación económica que obliga a ambos padres a trabajar, dejando a los hijos solos sin supervisión. “Los padres son fundamentales. Si no están, los educa la calle”.
Las festividades se acercan, y la familia de Olga no tiene nada especial planeado. “Estamos todos luchando”, cuenta su hijo Oscar. “Quizás podamos hacer unas milanesas. Lo importante es que estamos juntos”.
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