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23 mayo 2024

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Darién: …Y Dios está aquí

Elías Cornejo

Coordinador de Promoción Social y Atención a población migrante | Fe y Alegría en Panamá


Eran las 9:25 de la noche cuando llegamos a Metetí, Darién, Panamá. Paramos en una estación de gasolina para comprar algo. Llovía levemente. Frente a nuestros ojos se presentó una escena conmovedora: nueve niños y niñas desfilaban delante de nosotros. El mayor apenas alcanzaba los diez años. Venían de Barquisimeto, Venezuela. Sus madres los resguardaban bajo un alero que la joven encargada de la estación de gasolina les ofreció. Esperaban al resto de la familia, un núcleo de 16 personas. No habían comido, y tenían frío. Nos contaron que les habían robado todo, que fueron violentados, y que tuvieron que entregar todo por la seguridad de los más pequeños. Nos miraban con ojos tristes, apenas hablaban, y se tiraban al piso sobre unas toallas húmedas por la lluvia, pero más cálidas que el frío piso.

 

Le pregunté a una de las madres, “¿Van a continuar?” Ella me respondió: “¿Y qué más nos queda? Ya llegamos hasta aquí.” No habían ´pasado un bocado’, pero su preocupación estaba centrada en los otros cuatro miembros que aún no llegaban. Decidimos coordinar con una agente de pastoral social de la zona, quien generosamente nos dijo: “Mañana, les haremos un buen desayuno.” Nos fuimos, no podíamos hacer mucho más.

 

A pesar de la mala señal telefónica, logramos coordinar con las personas de pastoral, puntualmente con el padre Eric y su “equipo de Jesús”, un grupo de mujeres y hombres humildes, servidores del evangelio que muestran una vez más que los pobres nos evangelizan. Son parte de la Red Clamor, de la que Fe y Alegría Panamá forma parte. Al mismo tiempo, nos comunicamos con la maestra Cristina, otra samaritana que ha recibido en la Escuela Monseñor Romero a otra familia venezolana. Acordamos apoyarles con víveres. Eran las 10:45 de la noche y el día no había terminado. Aún faltaba definir cómo ayudar a otra familia que se había quedado en la casa de una señora desde hacía un mes. Como equipo, acordamos apoyar a esta familia generosa que les había prestado cobijo.

 

Como en el Sermón del Monte, los panes y los peces se multiplican porque los pobres comparten no solo su comida, sino que se transforman en Buena Nueva. Me volteé y le dije a Alberto: “La Jerusalén Nueva no viene del cielo, viene desde el corazón de estas comunidades.” Nos sentamos y callamos un rato. No sé si estábamos orando, pero en silencio sentimos agradecimiento por estas mujeres y hombres que nos mostraron el camino.

 

A la mañana siguiente, a las 9:15, llegamos a Lajas Blancas, sede de la Estación Temporal de Recepción Migratoria. Los miembros del SENAFRONT nos recibieron, ya conocían de nuestra visita. Nos dieron las indicaciones necesarias y avanzamos escoltados amablemente por el oficial a cargo. Un desfile interminable de rostros cansados, sudorosos, con pies hinchados y ropas húmedas, llenos de esperanzas acumuladas, iba llegando. Uno de ellos dijo: “Esto es el cielo comparado con eso.” “Eso” era la selva del Darién, el Tapón. Alguien más se detuvo: “Me robaron todo, pero a mi mujer le robaron más…” Guardó silencio. No preguntamos, sabíamos a qué se refería.

 

Los relatos se mezclaban entre anécdotas y dramas. Un hombre haitiano se abrazó con otros dos, reencontrándose con amigos que no veía desde hacía cinco años en esta Babel selvática. Más allá, dos familias afganas nos pidieron ayuda. Eran musulmanes y no habían comido porque lo que el gobierno proveía no era comida que su fe les permitiera ingerir. Les ayudamos a hidratar a sus hijos. Nos contaron que llevaban cinco años en Brasil y en la selva les robaron todo. Ella estaba embarazada. Querían avanzar, llevaban tres días allí y no tenían el dinero para irse. Increíblemente, un hombre africano se acercó a ellos y les prestó el dinero que necesitaban. Él fue afortunado, no le robaron. Bajo la promesa de que en Costa Rica le devolverán todo, lograron montarse. Eran dos hermanos con sus esposas y seis hijos en total. La generosidad de los pobres es inconmensurable.

 

Hablamos entre nosotros. La realidad era abrumadora, la necesidad mucha y los recursos pocos. Gracias a la generosidad de los católicos alemanes y de la Iglesia Sueca hemos podido realizar pequeñas acciones y construir una red de esfuerzos solidarios que multiplican la esperanza. Pero sabemos que aún es poco.

 

Miramos alrededor y pensamos en dónde pondremos nuestra tienda. Este sueño se vio interrumpido cuando unos jóvenes nos contaron lo que habían visto: muertos, violencia. “Anoche uno se cayó por un barranco,” dijo uno; otro interrumpió: “Tuve que tirarme al río para salvar a una chica con su hija… cónchale… eso fue duro, pero no quería que se murieran.” Otro respiró fuerte: “Nos separaron, a nosotros nos llevaron abajo y a ellas las subieron… sé que las violaron.” Todos bajaron la cabeza y guardaron silencio. Al lado, dos mujeres con sus hijos en brazos miraban silenciosas y con lágrimas en los ojos.

 

A las 11:35 am, los buses empezaron a salir cargados con los que habían podido pagar su pasaje a Costa Rica. Muchos los veían partir impotentes, esperando un cupo en los puestos humanitarios que brinda el gobierno. Un niño me habló en inglés y le sonreí, le dije que no era “gringo.” Se rió y me pidió una soda. Una mujer venezolana, de La Guaira, se acercó y nos dijo: “Qué linda es Fe y Alegría, yo estudié allí.” Su sonrisa se plasmó en el alma y ese logo rojo con niños tomados de la mano se encendió como una llama mientras nos contaba lo que aprendió y lo que significaba ver “ese logito.” “Me recordó mi casa,” nos dijo, y lentamente se alejó.

 

A las 12:30 del mediodía, el sol abrasador quemaba. Como queman las historias de dolor de cada uno de ellos, como también queman sus esperanzas. Porque lo increíble de estar ahí es sentir la impotencia y al mismo tiempo esa certeza de que Dios está aquí. Que nuestro mayor auditor son esas vidas vulnerables a las que mínimamente respondemos gracias a la generosidad de muchos.

 

Alberto, en su afán de recoger la memoria de estas historias, tomó una tienda abandonada: “La agregaré a los otros detalles,” me dijo. Viendo cómo recogía ese pedazo de historia, comprendí esa bella imagen del prólogo de Juan: Sí… Y Dios está aquí… y nosotros pondremos esa tienda en nuestra memoria para recordarnos por qué lo hacemos, por quiénes lo hacemos y con quiénes lo queremos seguir haciendo.

 

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