Todas las grandes obras nacen de procesos que han conmovido las fibras íntimas del ser humano. José María Vélaz no es la excepción. Chileno de nacimiento y de familia española, siendo pequeño tuvo que partir con su madre a la península y allí su formación estuvo ligada a los colegios de la Compañía de Jesús.
En su juventud, luego de algunos años en la universidad, optaría por hacerse miembro de dicha Congregación religiosa y desde entonces, al igual que el fundador de la orden (San Ignacio de Loyola), se haría un peregrino y constructor de esperanza. En 1946 fue destinado a Venezuela, cuando contaba con 36 años de vida y 18 de jesuita.
La realidad latinoamericana muy pronto marcaría un nuevo itinerario en su misión. El contacto con la pobreza y las escandalosas condiciones de marginación y exclusión de las mayorías del país lo interpelarían de manera definitiva. Cuando trabajaba en el Colegio San José de Mérida comenzó a realizar los primeros experimentos, que finalmente apuntarían a la conformación de una red de escuelas en las periferias de las ciudades y en el área rural.
Sería en 1960 cuando esa red fue bautizada con el nombre de “Fe y Alegría”. Obviamente, las crónicas y relatos de los acontecimientos de ordinario tienen a exaltar la figura del héroe. Vélaz fácilmente encaja en el perfil de prohombre y salvador de los desvalidos. No obstante, la labor de este jesuita fue la de canalizar las legítimas demandas y anhelos de los pobres. Así mismo, no cabe duda que los contrastes con la población más pudiente, también hicieron más sonoras las necesidades de miles de personas viviendo al margen de los ojos del Estado. Ni una sola de esas escuelas habría sido posible sin la determinación de los beneficiaros de llevar adelante el proyecto.
Todos esos padres y todos esos niños fueron los auténticos gestores de una de las obras educativas más importantes de Latinoamérica y que hoy se extiende hacia otras latitudes del mundo. En efecto, en la memoria de esta apasionante historia se conserva el nombre de quien podríamos considerar el auténtico fundador de Fe y Alegría, un obrero llamado Abrahán Reyes. Vélaz y su grupo de colaboradores recorrían los suburbios buscando un lugar donde instalar la primera escuela, hasta que se encontraron con este personaje.
Se cuenta que Reyes y su esposa llevaban ocho largos años levantando los muros de su hogar y el día que les hablaron de una escuela y de educación para los niños entregaron esas paredes y ese techo sin mayor ceremonia que su propia felicidad. No hubo acto de inauguración, tampoco una cinta roja con su moñito para ser cortada, ni placa conmemorativa.
El gesto de los Reyes sólo fue el principio, pues otras familias se sumarían a la epopeya. La voluntad por salir del agujero, los deseos incontenibles de subvertir las condiciones de explotación, la ganas de vencer al sistema y ser dueños al menos de la propia vida; dinamizaron cada uno de los pasos que hicieron posible a Fe y Alegría. Un ejército de hombres y mujeres, trabajadores y sacrificados, empeñados en darles a sus hijos un mañana distinto y fundado en la superación.
Vélaz, que había estado vinculado a la Universidad Católica, conformó junto a un grupo de universitarios el primer contingente de personas dispuestas a soñar con la gente. Ésta es la otra mitad de una historia con éxito. Nada es realmente posible y duradero si no se ha involucrado a la mayor cantidad de actores en una transformación profunda de la realidad.
Los primeros años de Fe y Alegría tendrían la virtud de convocar a todos quienes se dejaron afectar por las tareas de un servicio cristiano. Señal auténtica de la concreción del Reino de Dios ahora y en medio de nosotros.
En 1964 ya había 10 mil alumnos en Venezuela y la acogida de la experiencia permitió replicar el modelo en otros países con semejante respuesta. En un lapso de dos años Ecuador, Panamá, Perú, Bolivia, Centro América y Colombia se sumarían a la aventura.
De allí en adelante La experiencia continuaría creciendo y multiplicando las esperanzas en los rincones más secretos y profundos de América. De allí se acuñaría una de las frases más célebres del movimiento educativo: “Fe y Alegría comienza donde termina el asfalto, donde no gotea el agua potable, donde la cuidad pierde su nombre”.
De esta manera el movimiento definió su acción como una apuesta por la Educación Popular Integral. Educación para los más pobres y ante todo educación de calidad. Es así que Fe y Alegría no quiere apenas ser un parche en un boquete gigante, ni un remiendo para maquillar una realidad desoladora.
El movimiento apostó por dotar a la gente, que tiene menos oportunidades y recursos, de una educación que les garantice a ellos mismos ser los protagonistas de la transformación de la realidad. En la línea de Freire, la educación de Fe y Alegría puede considerarse una educación para la liberación.
Fe y Alegría continúa siendo en nuestros días un referente, particularmente en la educación alternativa. Tras el nacimiento de la Federación Internacional de Fe y Alegría en 1987, comenzó la tarea de consolidar un trabajo mucho más coordinado, marcando y manteniendo una línea de acción común.
La fidelidad a los orígenes es una premisa vital y desde esa perspectiva Fe y Alegría continúa creciendo en el Mundo entero. En 1985 comenzó el trabajo en España, en 2001 en Italia y en 2007 ingresa en el continente africano con la fundación de Fe y Alegría Chad. Son más de 22 países repartidos en tres continentes.
A la obra se suma la participación de 930 religiosas y religiosos, compartiendo junto a los jesuitas el empeño por sacar adelante esta misión. Se trata de 60 años de esperanza y compromiso; un tiempo en que hemos visto muchos lugares transformarse alrededor de la escuela. Barrios sin alcantarillado, con calles de tierra, casas de ladrillo visto y miles de personas viviendo al margen de la vida; se fueron transformando en comunidades organizadas, con infraestructura urbana, con mejores condiciones económicas y, sobretodo, vemos gente llevando en su rostro las señales de la dignidad.
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