Augusto Santos Suárez nació en 1961 y lleva más de la mitad de su vida poniéndose un conjunto de fluxe negro, una corbata que le hace juego, en su cabeza el sombrero azabache y en la mano derecha un maletín de cuero con asa. Cuando camina por las esquinas de Caracas más de uno acaba siguiéndole con la mirada, es que el parecido es innegable con José Gregorio Hernández.
Dice que desde pequeño lleva a “ese santo” en el corazón. Su madre le hablaba de un hombre que curaba a los enfermos sin pedir nada a cambio. Que llegaba a la casa de la persona y además de examinarle, hacerle biopsias, tomar muestras para realizar exámenes, se sentaba a la misma mesa del paciente, arrimaba una silla, le escuchaba, le preguntaba cosas. Se preocupaba por cómo se sentía, por las condiciones en que vivía, le daba instrucciones para sanear la casa, indagaba sobre sus finanzas personales, sobre sus dificultades para obtener ingresos, y además trataba también de reconfortar.
Todas esas palabras que le dijo su madre sobre José Gregorio Hernández, Augusto las guardó en un lugar privilegiado de su memoria como macerándose en él para luego darles corporeidad en el teatro de la vida.
“Para mí es emocionante. Recorro las calles de Caracas llevando la imagen de José Gregorio Hernández y la gente me responde con simpatía, me abrazan”, dice Augusto.
Siente que a veces es como si concibiera su presencia. “Una vez estuve en el Hospital Militar iba bajando por las escaleras y vi el reflejo del ala del sombrero que venía tras de mí, increíble”, asiente Suárez con la cabeza.
También le ocurrió cuando fue a rezarle a José Gregorio Hernández en su pequeño santuario asentado en la esquina de Amadores, en Caracas; se arrodilló, hizo la señal de la cruz en su cuerpo, cerró los ojos y sintió de pronto que otra persona se puso al lado de él para acompañarlo en las oraciones, o quizá pedirle al santo venezolano su intercesión en la cura de un familiar, un conocido.
Augusto pensó que esto era lo más común pues las personas vienen a ese punto de la ciudad a expresarle su fe al médico, y es que esa pequeña plaza fue construida justo en el lugar donde en 1919 murió atropellado José Gregorio Hernández.
Augusto terminó de rezar. Otra vez se tocó la frente con sus dedos, bajó hacia el ombligo, luego su hombro izquierdo y el hombro derecho, abrió los ojos y los giró a sus lados pero no había nadie. Se levantó para buscar a esa persona que había sentido llegar unos minutos antes y saludarle, sin embargo no encontró a nadie más. Estaba allí, solo, al frente del mural que homenajea a José Gregorio.